En la Nicaragua del S. XXI, que tiene ya más experiencia de la que tenía en los años setenta y ochenta del siglo pasado, cuando abrazó la revolución con esperanza, no es posible ya utilizar las mismas palabras que en aquellos tiempos se utilizaban para separar a los unos de los otros, para identificar a los “malos” y a los “ buenos”, a los tuyos y a los míos. Las palabras de entonces se han desgastado con el uso y el abuso, se han devaluado y ya no surten el efecto deseado, no cumplen su trabajo y por eso la imaginería orteguista busca nuevas palabras para ponerle nombres a las cosas y designar a los propios y a los ajenos. Los orteguistas se ven en problemas sin embargo, para encontrar las nuevas palabras, pues si en la revolución sandinista la intelectualidad creadora era ya escasa y la creatividad era fuertemente combatida, en el orteguismo ambas han desaparecido y la escasa imaginación de los paniaguados del régimen sólo es capaz de proveer palabras que rápidamente dejan al descubierto aquello que se quiere ocultar, sus oscuras intenciones. Desprovistos de ideología, carentes de un cuerpo teórico coherente para analizar la sociedad, para interpretar la realidad, los orteguistas producen balbuceos que dejan expuestas a la luz del día su pobreza intelectual. Así, han empezado a usar, quedando en el ridículo, las palabras “oligarquía” y “oligarcas” para referirse a quienes se les oponen, cuando cualquiera puede ver que estas palabras a quienes definen con claridad meridiana en este momento es a Daniel Ortega y su grupo oligarca. Ellos y no otros son quienes forman la nueva oligarquía.
En algún momento de este año se empezó a utilizar la frase “culitos rosados” para referirse a una parte de la oposición al gobierno. Creo que la frase fue acuñada a raíz de una protesta de un grupito de valientes jóvenes que fueron apaleados por una turba orteguista que les aventajaba en número, en peso, en años y en mañas. Al llamar a estos jóvenes ─y luego a la oposición en general─ “culitos rosados” se pretende dar a entender que se trata de gente de las clases altas, en las que la piel clara es más frecuente que en las clases bajas. Se pretende deslegitimar, descalificar a la oposición y hacer aparecer las cosas como un enfrentamiento de unos “pobres”, a cuya cabeza se encuentra Ortega mismo, contra unos “ricos” que son parte de una conjura dirigida por el “imperialismo yanqui”. Ahora no se trata de “ burgueses” enfrentados al “proletariado”, ahora se trata de “ blancos” contra “indios” y “negros”, de “ricos” contra “pobres”. De nuevo pues, como en los tiempos del viejo Tacho y en la época sandinista, se recurre a alimentar el odio, a enfrentar a una parte del pueblo contra otra, a unas clases contra otras.
En la marcha contra el fraude electoral, que las fuerzas de choque orteguistas impidieron a la oposición realizar el día 18 de noviembre, había mucha gente de piel blanca, gente que ahora podría calzar en la flexible, acomodaticia definición de “culito rosado”, pero cosa no muy rara, mucha de esta gente era la misma que en aquellos duros años de la década de los ochenta estuvo participando activamente, como dirigentes de todos los niveles y como soldados de a pie, en las tareas de la revolución. En aquel entonces, aún con sus pieles y ojos claros no eran considerados burgueses, pero hoy son metidos en el amplio saco de los “culitos rosados”, un saco en el que dicho sea de paso un día terminaremos casi todos, no importa si tenemos los culitos tan negros como el rabo de un mono congo. A fin de cuentas, en la locura orteguista el color de nuestro culito está dado por nuestra simpatía o antipatía hacia él y todo aquel que se le oponga verá como pronto su culito adquiere un cierto color rosa. Los que estén con él, sin importar el color de su piel pasan seguramente a pertenecer a la raza de los “culinegros”, la nueva nomenklatura.
Esto de poner nuevos nombres a las cosas, marcarlas para hacerlas identificables por su propia gente no es una práctica ociosa de la dictadura, obedece a su visión maniquea y es su manera de poner las cosas claras, se pinta de blanco todo lo mío, la gente inclusive y de negro todo lo que me adversa, incluida la gente. En la coloración y a la par de ella va viajando el mensaje, simple como un anillo: yo soy bueno, lo que me adversa es malo, demoníaco.
Ortega, al igual que Somoza García en su momento, necesita tener enemigos, alguien a quien poder echarle la culpa de todos los males, alguien hacia quien poder dirigir las frustraciones de un pueblo que se agita en la miseria, en la tristeza, en la desesperanza y que es nada más que el instrumento y la víctima de las ansias de poder de un individuo y en este caso, de su mujer también. En las sociedades primitivas, en las pandillas y maras, en los grupos de fanáticos de un club de fútbol, la cohesión del grupo es proporcionada sobre todo por la existencia de un enemigo que pone en peligro la existencia del grupo, que ataca a la esencia de ser del grupo mismo. Es este el expediente al que Ortega y su grupo recurren ahora, la creación de un enemigo, pensando que a fin de cuentas la nuestra es una sociedad atrasada, primitiva, que al igual que los “hooligans”, esos violentos fanáticos ingleses del fútbol, reaccionaremos como energúmenos frente a quienes el discurso oficial pretende presentarnos ahora como nuestros enemigos. Ortega tiene una razón más, profunda, existencial, para desear encontrar un enemigo: es incapaz de gobernar, la presidencia le queda demasiado grande y eso sólo podrá ocultarlo encontrando un enemigo a quien culpar de sus propios errores.
Demonizar a la oposición utilizando un discurso maniqueo, violento, confrontativo y radicalizador, que destruye cualquier puente para la comunicación, alimentar el odio de clases para hacer avanzar objetivos políticos no son pues tácticas exclusivas de la izquierda ni de la lucha política de los nuevos tiempos, Somoza García hacía uso de ellas ya desde sus primeros años y Ortega las utiliza ahora, aunque menos elegantemente porque no es tan inteligente y hábil como su maestro. Una cosa olvida Ortega y es que desde mediados del siglo pasado hasta ahora, mucha agua ha corrido ya debajo del puente. La sociedad tiene más experiencia, la población está más despierta y las burdas maniobras de este aprendiz de dictador quedan siempre en evidencia, sus intenciones quedan al descubierto. Un día no muy lejano este dictador también caerá.